lunes, 22 de noviembre de 2010


Cuando nacemos, si pertenecemos al seno de una familia estable y cariñosa, estamos arropados por nuestros padres, ellos nos cuidan y protegen y nos hacen sentir seguros y queridos. En esta etapa de la vida, la soledad apenas se siente, salvo que estemos viviendo desatendidos o en una familia problemática, lo más natural es que seamos el centro de nuestros progenitores y nuestro entorno nos arrope entre caricias, cuidados y atenciones.

En la adolescencia, empezamos a saber algo sobre la soledad y nos toca de manera diferente, nos sentimos incomprendidos, o alejados del resto y nuestros problemas parecen ser solo nuestros, nadie parece comprendernos ni siquiera nuestros padres, que en su interés por averiguar que nos pasa, terminan por irritarse e irritarnos.

Luego nos enamoramos y si tenemos suerte, nuestra soledad desaparece por completo tras una mirada, una sonrisa o un beso. Es entonces cuando el mundo se abre a nuestros pies y nos sentimos entusiasmados, volátiles y provistos de una energia que es capaz de elevarnos o dejarnos caer según el momento y las circunstancias.

Luego formamos una familia, nuestro compañero nos apoya y nos sentimos bendecidos por el nacimiento de los hijos. Cuando los hijos crecen y van tomando las riendas de su propia vida empezamos a sentir la soledad y el alejamiento cada vez más pronunciado que marca la distancia entre nuestra vida y la que nuestros hijos tendrán que elegir.

Sin embargo la peor soledad es la aquel que se queda solo en el ocaso de su vida y que no tiene la suerte de encontrar una compañera que haga menos duro el paso del tiempo. Y es en esa edad, cuando las personas se serenan y ven en perspectiva lo que fue su vida, son más conscientes de sus errores y de sus fracasos y al mismo tiempo viven más el momento, dandose cuenta que no merece la pena perder ese tiempo tan preciado que se escapa más deprisa que antes y por eso es más valorado.

Ese bagaje de información y conocimientos, la vida lo da al final y no al comenzar la andadura del trayecto, si asi fuera todos viviríamos sin prisas, amarguras ni tensiones y seríamos diferentes.

Quizás para eso sirve la Soledad, para meditar y darnos cuenta de lo erróneo de esta carrera trepidante del día a día, de esa lucha por alcanzar lo inalcanzable y de dejar pasar la vida entre los dedos...hasta que la vida nos pone en nuestro sitio pero lo hace demasiado tarde... cuando el camino se acorta.

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